La bacanal de los Andrios. Tiziano. 1519-1520. |
Miro al espejo del techo, y veo dos hombres y dos mujeres desnudos, de cuerpos muy blancos, sobre una cama con las sábanas arrugadas. Uno de los cuerpos es el mío. Observo que tengo un poco de barriga, aunque, en general, estoy en bastante buen estado. Dª Carmen tiene la boca entre mis piernas, me acaricia los muslos y parece bastante entusiasmada. A pesar de los banquetes de Navidad, sigue igual de delgada. En la habitación de al lado, oigo a una mujer gemir desgarradamente como si se le fuera la vida en el orgasmo. Le meto dos dedos en el coño a la señora que, junto a mí, está a cuatro patas y me sorprende lo caliente y lo mojado que lo tiene. En ese momento tiene la boca también penetrada por la lanza del otro caballero y no parece nerviosa. Noto como crece mi excitación en la boca de Dª Carmen. Entra un tipo mulato en la habitación y se queda mirándonos atentamente. Luego entra otro. Nos miran, pero no se acercan. El mulato libera una verga de considerable tamaño y la menea con parsimonia y descaro. Vuelvo a mirar al techo. Parece como si yo no estuviera entre los pervertidos que se revuelcan en la cama. Es como un sueño, donde todo el mundo se mueve a cámara lenta. Escucho cuchicheos y música a lo lejos. Entra una pareja y se quedan mirando, de pie, pegados a la pared. Dª Carmen me lame el agujero negro. A mi lado, la señora, sigue a cuatro patas. Tiene las tetas blancas como la leche. Las acaricio con placer. La pareja de la pared se acaricia excitada y la mujer se desnuda de cintura para arriba, mientras se deja acariciar los pechos. Dª Carmen se corre con un aullido y con la mano del otro tipo en su vagina. Su eyaculación a chorro, moja toda la cama. La pareja de la pared se marcha molesta, porque el hombre que tenían a su lado le mete mano a la mujer. Me gustaría que se cubriera la cama con muchas parejas, en una gran orgía. Las sábanas están encharcadas. A mi lado, la señora recibe una buena cantidad de palmadas en las nalgas por parte del otro caballero. Los golpes producen un eco sordo. Se hace un silencio sepulcral. La señora, de pronto, rompe el sigilo con suspiros y convulsiones, mientras se corre despacio. Nos levantamos para ir a la ducha. Entonces entra en la habitación una pareja desnuda. Ella gordita y joven, él, delgado, con el pelo blanco y maduro. Se nos quedan mirando, como diciendo: ¿ahora que nos hemos decidido, os marcháis? Me quedo contemplando el techo, y me descubro sonriendo en el círculo del espejo. Como cualquier buen torero, pienso: la suerte nunca es redonda.
Sinceramente...me gustó mucho...gracias por compartirlo....
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarUna faena narrada con exquisita pluma... y sin sangre en la arena.
ResponderEliminarPrefiero mil veces la estocada de un libertino que la de un matador, sea o no la suerte redonda.
Un beso.